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La ventana ausente, cuento de Alejandro Juárez

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez
    Alejandro Juárez
  • 22 nov 2017
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 18 may 2020


Sentiste la oscuridad encogerte el alma cuando la malla cubrió el cristal: la hipócrita imagen publicitaria (plena de colores y energía) cuyo fin era ocultar las lóbregas oficinas a los visitantes. Siempre fuiste un alma sensible, demasiado soñadora para tu propio bien. Eras tú la que ayudaba a sus compañeros a presentar la tarea que no hicieron por largarse a fajar al parque, aquella que trabajaba en sábado empujada por las ganas de agradar, capaz de sacrificarte por el jefe guapo que te miraba las piernas pero jamás te tomaría en serio. Jamás.

No eras fea pero tampoco una beldad, lo sabías. Y te faltaba personalidad. Lista e insegura: te lo dijo en tu cara una mujer que se pretendía tu amiga. Te faltó coraje para vivir, para estirar las manos y tomar lo que la existencia te ofrecía. Te conformaste con pequeñeces para aguantar tu vida miserable: la telenovela nocturna, el café con una vecina, la esperanza de un amor que no llegaba, un poco de sol… no pedías mucho.

Y un día, de pronto, la ventana que te conectaba al mundo se cerró, cubierta por una lona gigantesca que en el exterior mostraba a una mujer de imposible sonrisa pero por dentro era sólo una placa blancuzca que bloqueaba los rayos solares. La oscuridad se asentó en tu pecho, densa, burlona. Te quedaste sin escape ante los archiveros grises, los chismorreos de los compañeros, el valemadrismo de tus superiores, los cotidianos actos de corrupción. Descubriste una capa más profunda de soledad.

Tu rutina era llegar temprano y salir al oscurecer, confundidos tus sentidos por la dura luz artificial. El astro rey se convirtió en ausencia.

Trataste de aguantar, diciéndote que era sólo temporal, que había que adaptarse... No era para tanto ¿verdad? Pero el plástico que te apartaba de la realidad se convirtió en un muro de roca sólida. Sentías que el material te miraba, riéndose quedito… no podías escapar de él.

La tensión creció y creció. Te marchitaste como un geranio sin luz. Hasta tus compañeros (esos extraños con quienes compartías el espacio), lo notaron, pero nadie te ayudó. Cuchichearon a tus espaldas su burla y su desdén: “mira a la mustia, quién sabe qué le pasa”. La gris realidad de tu existencia se volvió una losa, cada vez más pesada.

Pasaron dos, tres semanas... ¿un mes, dos meses? No lo sabes. Al final la tensión te rompió y te lanzaste sobre la lona con un cutter en la mano, decidida a rajarla, abrirle las jodidas entrañas, acabar con ella de una vez por todas. Lograste un corte limpio, largo, infinito. Tu cuerpo atravesó el obstáculo impelido por su propio impulso, cuatro pisos de altura separándote del asfalto de la calle. No sentiste la caída, perdida en el placer del sol que envolvió tu cuerpo con el ardor de un amante reencontrado.

© Alejandro Juárez. Publicado en "A la sombra del cuento", 2012, Editorial La Zonámbula.


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