El callejón de asfalto, cuento de Alejandro Juárez
- Alejandro Juárez
- 14 oct 2017
- 5 Min. de lectura

La noche dominaba la ciudad pero parecía más densa y oscura en el callejón. Era largo, irregular y cubierto de grava extendida como pequeñas dunas, un desierto rocoso en la urbe indiferente. A José Luis le disgustaba atravesarlo, pero era la ruta más corta para llegar a casa. Además, dar la vuelta por el otro lado era más tardado e igual de peligroso.
La gravilla crujió bajo su peso como hojuelas de maíz. A los lados del camino, esparcidos aquí y allá, había varios montones de piedra para cimentar, cascajo y un par de montículos más grandes de asfalto endurecido que simulaban pequeñas montañas. El desierto de grava se extendía como un paisaje extraño, un trozo de Marte insertado en la ciudad, delimitado por una barda de cemento y unos postes de electricidad inclinados en forma estrafalaria, como si consideraran derrumbarse ante la mugre que saturaba la atmósfera. Sobre los alambres, múltiples diablitos chupaban energía como vampiros de cobre y cinta de aislar. Entre el amasijo de cables colgaban unos tenis, arrojados ahí quien sabe con qué propósito. ¿Arte urbano, una forma de joder al vecino, un rasgo de la locura que corroía a los habitantes del monstruo urbano? Difícil saberlo.
El asfalto había sido abandonado por un camión de volteo del ayuntamiento, que se deshizo así del sobrante de una pavimentación cercana. José Luis pensaba que era una idiotez. A unas cuantas cuadras había zonas sin asfaltar, mientras que aquí una carga completa de material (¿cinco toneladas, seis?) yacía tirada e inservible, convertida en un obstáculo. Era una pendejada, igual a la de las zanjas que se abrían para arreglar las tuberías subterráneas. Durante toda la temporada de secas no había actividad alguna y apenas unos días antes de las primeras tormentas el gobierno mandaba levantar las banquetas para instalar o reparar el drenaje o las líneas de agua (nunca estaba seguro sobre qué era lo que hacían los trabajadores e intuía que con frecuencia, ellos tampoco).
La tierra se extraía y se amontonaba junto a la larga cicatriz que de un día para otro se abría en la calle, como una boca hambrienta: la oscura cavidad alcanzaba dos o tres metros de profundidad. De un lado los montones de tierra avisaban de su presencia, pero del otro, con la escasa luz de las farolas rotas, era muy fácil pasarla por alto. Un perro pagó el descuido con un golpe y el susto de encontrarse en un lugar extraño: sus aullidos de miedo despertaron a toda la cuadra. Meses después, niños y adultos reían al recordarlo, pero José Luis intuía alivio en sus comentarios, sabiendo sin decirlo que era un niño quien podría haber resbalado a la zanja.
Cada vez que brincaba para librar el abismo le parecía que este lo llamaba. Era como un gato hambriento pero flojo, que prefería esperar a sus presas en lugar de perseguirlas. Todo lo que necesitaba era el resbalón de un chiquillo sobre las precarias tablas que fungían como puente, el titubeo senil de una mujer que se precipitara en las oscuras fauces, una estudiante arrastrada al fango cuando el borde de tierra se derrumbara por efecto de la lluvia.
Al ingeniero responsable el asunto no podía importarle menos. “A mí me pagan por abrir una calle y nada más. Bonito me vería de hacer más trabajo del que me toca por el pinche sueldo que me pagan”, dijo a un vecino que lo increpó por la falta de letreros de advertencia.
Junto a las hileras de tierra los tubos de concreto yacían en grises y mudas filas. Pero siempre, sin falta cada año, a unos días de iniciadas las labores la lluvia llegaba y convertía las zanjas en aljibes, mientras el barro escurría formando ríos lodosos que entraban a las casas y volvían intransitables las calles. La fuerza del agua era tal que en muchas ocasiones los pesados tubos eran arrastrados hasta que la pared de una casa o la defensa de un automóvil los detenía. Por supuesto, los trabajos se interrumpían porque no se podía laborar en esas condiciones y pasaban semanas para poder reiniciar. Año tras año era lo mismo, como la repetición de una mala telenovela. Era sólo otra de las incongruencias de la bestia en que se había convertido la ciudad. Y no de las más peligrosas.
La grava crujió frente a José Luis, sacándolo de sus pensamientos. Levantó la vista del suelo para encontrarse con tres sombras que le cerraban el paso.
-Ora sí se te apareció, güey -dijo la figura más alta.
Tenían la luz a sus espaldas y no alcanzaba a distinguir su rostro. La voz era ronca, con la entonación pastosa del consumidor de drogas. ¿Quiénes eran? No acostumbraba mezclarse con la banda del barrio porque siempre estaba trabajando o en la escuela, así que no los conocía. No le interesaba: la coca y la chela eran los pasatiempos más comunes de la raza de Santa Chila y él no pensaba involucrarse con ellos. Quería ser alguien, superarse para salir del hoyo en que le tocó vivir.
Seguro querían dinero. Sudó frío. No traía nada que darles. Pinche asfalto, se habían escondido detrás. Los vecinos habían pedido varias veces que lo quitaran, pero no les habían hecho caso. Hasta habían enviado cartas al director de Obras Públicas, sin ninguna contestación.
-No traigo dinero.
-Pos ni lo ocupamos -contestó el más greñudo-. Te vamos a partir la madre por hocicón.
"¿Por hocicón, y yo qué dije?" pensó José Luis, asustado. Ni siquiera los conocía, pero se dio cuenta que no importaba, de todas maneras lo iban a golpear.
Una de las sombras sacó una cadena de la chamarra y la agitó con maldad. José Luis echó a correr, pero no llegó muy lejos. Resbaló en la grava suelta y aterrizó de espaldas. Las tres figuras cayeron sobre él, gritando. En la avenida cercana no se escuchó nada, cubierto el crimen por el rugido del tráfico.
En la oficina de Obras Públicas, Manuel Zavala ojeó el periódico como todas las mañanas, disfrutando una taza de café. Pasó una página tras otra, repasando los titulares y deteniéndose de vez en cuando para enterarse más a fondo de las actividades del gobernador, revisar la columna de opinión y estudiar las declaraciones del nuevo coordinador estatal del partido.
Una nota de la sección policíaca llamó su atención. Muerte en el asfalto. Joven asesinado a tubazos. Un mal presentimiento le revolvió el estómago. Buscó el párrafo en que se mencionaba el lugar de los hechos y azotó el puño sobre la mesa.
-¡Chingada madre! ¡Es en mi zona! –exclamó.
Los vecinos habían mandado cartas para quejarse, pidiendo que hiciera gestiones para quitar los mogotes de material, pero no había tenido tiempo de atenderlos. Con la gira del gobernador y el estudio que le había encargado el secretario para un nuevo fraccionamiento había tenido demasiado trabajo. No podía ocuparse de las demandas de un grupito de chillones cuando lo que estaba en juego era su futuro político.
Ahora tendría que hacer algo y rápido, antes de que la gente (y su jefe, que no quería escandalitos en campaña) se le echaran encima.
-¡Qué pinche mala suerte! ¡Y justo a unas semanas de las elecciones!
Aplastó el periódico entre las manos y lo arrojó al cesto de la basura. La vida nunca es justa, pensó, mientras levantaba el teléfono para girar instrucciones a su asistente.
Comentarios